domingo, 17 de enero de 2016

Violencia del alma.

Recorrí todo su cuerpo, a besos, a esperas de que reaccionase. Nada, era inútil. Era insípido, duro, estático. Aquellos cáptus que parecían decorar su habitación me aliviaban y acariciaban más que él. Sentía vértigo, angustia y miedo, mucho miedo. Sufría por dentro, escondiendo bien los temblores del alma bajo mi espectacular representación de la vida, del amor, de la magia.

Me sentía sola, a miles de kilómetros de él. Lo peor era que estaba tumbado junto a mí, buscando su mano para agarrarla y sentirle un poco mío, pero nunca la encontraba. Se escapaba de mí, buscando las sabanas para arroparse, cuando era yo la que quería arroparle a él, con mis brazos, o con mis lágrimas. Ya no era viento fresco lo que se sentía, ya no era luz ni alegría.

Ya no era nada. Se había convertido en una cadena perpetua, en un pájaro sin nido, y lo peor, sin alas. Era una lucha continua por sobrevivir; lo de vivir se había perdido.

Me tenía castigada, dominada por la culpa. Me pegaba diariamente, pero no con sus manos. Aunque lo hubiese preferido, por lo menos le hubiera sentido en mis huesos. Me pegaba con su ira, con su rabia, con su falta de sentido de vida junto a mí, con su odio inscrito en mi persona. ¿Violencia de género? No, violencia del alma, que era peor. Creo que juntos, nos matábamos mutuamente.


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