Recorrí todo su cuerpo, a besos, a esperas de que
reaccionase. Nada, era inútil. Era insípido, duro, estático. Aquellos cáptus que
parecían decorar su habitación me aliviaban y acariciaban más que él. Sentía
vértigo, angustia y miedo, mucho miedo. Sufría por dentro, escondiendo bien los
temblores del alma bajo mi espectacular representación de la vida, del amor, de
la magia.
Me sentía sola, a miles de kilómetros de él. Lo peor era que
estaba tumbado junto a mí, buscando su mano para agarrarla y sentirle un poco
mío, pero nunca la encontraba. Se escapaba de mí, buscando las sabanas para
arroparse, cuando era yo la que quería arroparle a él, con mis brazos, o con mis
lágrimas. Ya no era viento fresco lo que se sentía, ya no era luz ni alegría.
Ya no era nada. Se había convertido en una cadena perpetua,
en un pájaro sin nido, y lo peor, sin alas. Era una lucha continua por
sobrevivir; lo de vivir se había perdido.
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